(Sergio Valdivia)
Es de conocimiento general que muchas personas no logran controlar ciertas emociones intensas. Es fácil reaccionar de manera desproporcionada. Un incidente relativamente sin importancia puede provocar un fuerte descontrol emocional. La ira puede llegar y perdurar por algún acontecimiento que objetivamente no es tan fundamental. Mucha gente se arrepiente posteriormente de haberse comportado agresiva, pero el mal ya está hecho.
Determinantes decisiones son tomadas a veces llevados por la emoción, comprometiendo a una persona su propio futuro: trabajo, estudios, pareja, etc.
Quien no logra dominar sus emociones vive un verdadero infierno. Tengo una amiga que es "víctima" frecuente de la envidia de una mujer, familiar cercano. Sin embargo, quien más sufre es quien tiene la envidia. El rencor, el resentimiento, la envidia y otros sentimientos similares, destruyen a quien las posee, enfermándole y acortándole la vida. O, en el mejor de los casos, deteriorando mucho su calidad de vida. No hay que molestarse con una persona así, hay que tenerle compasión.
Una manera de comenzar a tener un dominio, es ser capaz de observar con imparcialidad y objetividad los sentimientos que se tienen. Hay que intentar "desdoblarse". Una parte del ser contempla las emociones y comportamientos del otro. Cuando seas capaz de decir: "eso que tengo se llama ira, eso otro se llama envidia", entonces estarás comenzando a serenarte y controlar tus emociones desmedidas.
Daniel Goleman cita la siguiente historia.
El anciano monje estaba sentado a la vera del camino con los ojos cerrados, las piernas cruzadas y las manos en el regazo, sumido en profunda meditación.
De pronto, la voz áspera y exigente de un guerrero samurai interrumpió su paz.
-¡Tú, anciano! ¡Enséñame qué son el cielo y el infierno!
Al principio, el monje no dio señales de respuesta, como si no hubiera oído.
Pero poco a poco fue abriendo los ojos; un leve dejo de sonrisa jugaba en las comisuras de su boca. Mientras tanto, el samurai aguardaba con impaciencia, agitándose más y más con cada segundo transcurrido.
-¿Deseas conocer los secretos del cielo y el infierno? -dijo el monje, por fin-. Tú, que estás tan desaliñado. Tú que tienes las manos y los pies cubiertos de polvo. Tú, que vas despeinado y con mal aliento. Tú, que cargas una espada herrumbrosa y descuidada. Tú, tan feo, vestido por tu madre de esa manera tan ridícula, ¿tú me preguntas por el cielo y el infierno?.
El samurai pronunció una vil maldición y, desenvainando la espada, la elevó por encima de su cabeza. Se había puesto color carmesí; las venas se le marcaban en el cuello en nítido relieve, en tanto se disponía a degollar al monje.
-Eso es el infierno -dijo suavemente el anciano monje, en el momento en que la espada iniciaba su descenso-. Esta espada, esta ira, este ego, te abren la puerta.
En esa fracción de segundo, el samurai quedó sobrecogido de asombro, respeto religioso, comprensión y amor hacia ese gentil ser que había osado arriesgar la vida misma para transmitirle su enseñanza. La espada se detuvo en plena trayectoria y los ojos se le colmaron de lágrimas agradecidas.
Si eres paciente en un momento de ira, escaparás a cien días de tristeza.
(Proverbio chino)
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