Es extremadamente urgente que detengamos, hasta donde sea posible, la fuga de nuestros mejores jóvenes talentos de la ciencia (pero también del humanismo), que se marchan atraídos por las edénicas ofertas de los Estados Unidos. Si no se salva el abismo entre ellos y nosotros en salarios, en oportunidades de hacer carrera, en recursos para la investigación y en descubrimiento cooperativo, estaremos, en efecto, condenados a la esterilidad o a la segunda mano."
Para LA NACION
Esta sombría advertencia no la formula un latinoamericano, sino un europeo. Es la voz de George Steiner la que así se deja oír. A su juicio, lo mejor del Viejo Mundo agoniza bajo la arremetida incontenible de un doble proceso disolvente. Por un lado, la propia ineptitud europea para superar, más allá de las apariencias, sus divisiones internas, su "locura política", como él la llama. "Los odios étnicos, los nacionalismos chauvinistas, las reivindicaciones regionalistas, la limpieza étnica y el intento de genocidio en los Balcanes no son sino ejemplo reciente de una peste que llega hasta Irlanda del Norte, hasta el País Vasco, hasta las divisiones entre flamencos y valones." Por el otro, "la detergente marea de lo anglonorteamericano", cuyo incontenible avance redunda en la implantación de valores uniformes, homogéneos.
¿Quién ignora hoy que su envergadura gana proyección a expensas de la personalidad colmada de espléndidos matices y fecundas diversidades de la cultura europea?
La incapacidad del Viejo Mundo para superar la contradicción interna entre riqueza espiritual y barbarie política, afirma Steiner, no está asegurada por la flamante Unión Europea. Esa profunda escisión constituye el desvelo fundamental de este célebre pensador francés que, ya cerca de los ochenta años (los cumplirá el próximo día 23) sigue ocupando un lugar determinante en la escena intelectual contemporánea. Nacido en París en 1929, su familia se trasladó a Nueva York en 1940. Allí transcurrió su adolescencia. A Europa regresó para cursar estudios universitarios y convertirse, con los años, en "el más grande francés de Cambridge", como lo caracterizó Pierre Emmanuel Dauzat.
Figura magistral en el campo de las literaturas comparadas, no basta decir de él que se ubica entre los profesores más prestigiosos del mundo académico europeo. Excepcional escritor, su prosa de ideas, dotada de una intensa belleza, ha hecho de él uno de los ensayistas ineludibles de las últimas tres décadas. Se diría que no hay asunto que exceda su interés. Dotado de un infrecuente poder articulador (¿qué otra cosa es la inteligencia?), ha sabido tender puentes entre las regiones aparentemente más dispares del saber. Esta misma visión transversal y abierta a múltiples perspectivas es la que le ha permitido captar, con infrecuente hondura, la crisis que abruma a Europa.
George Steiner está persuadido de que el horror sembrado por dos guerras mundiales, a las que él llama civiles, no le ha bastado a Europa para aprender a reconocer su trágica dualidad. La memoria cabal de lo irreparable se extravía, desde hace tiempo, en un consumismo febril. La adquisición desenfrenada de cosas ha ganado el estatuto de una auténtica liturgia. Pero detrás de ella, impermeable al estruendo en que se intenta ahogarla, palpita una realidad que Steiner no olvida: "Europa occidental y el occidente de Rusia se convirtieron en la casa de la muerte, en el escenario de una brutalidad sin precedente, ya sea la de Auschwitz, ya la del Gulag. Más recientemente, el genocidio y la tortura han vuelto a los Balcanes". Y ello por no hablar de las políticas discriminatorias mediante las cuales se administra la presencia de inmigrantes en cuyo padecimiento los europeos no están dispuestos a reconocerse. "A la luz de estos hechos, la creencia en el final de la idea de Europa y sus moradas es casi una obligación moral. ¿Con qué derecho -se pregunta Steiner- hablaríamos de sobrevivir a nuestra inhumanidad suicida?"
De modo que, a su entender, Europa ha perdido ejemplaridad. La cultura no ha logrado promover el retroceso (y mucho menos, la extinción) de la barbarie. Por el contrario, ellas se entrelazan, complementan y coexisten en una simultaneidad escalofriante.
"Europa es el lugar donde el jardín de Goethe es casi colindante con Buchenwald, donde la casa de Corneille es contigua a la plaza en la que Juana de Arco fue horriblemente ejecutada." Las más altas realizaciones intelectuales son, pues, compatibles con la siembra, no menos europea, de una criminalidad sin mengua. "Para mí, la función humanizante de las ciencias humanas -escribe el pensador- debe ponerse seriamente en duda. [?] Al final de mi vida, ésa es mi pesadilla."
Si hay, para George Steiner, una figura emblemática que prueba la intensidad de esa pesadilla es la de Martín Heidegger. El más grande creador de ideas que en el siglo XX produjo la filosofía occidental fue, al unísono, adherente convicto al nacionalsocialismo y su más alta expresión universitaria. ¿A quién, sino a él, cabe aplicar esta sentencia lapidaria del autor de Antígonas : "La cultura no nos vuelve más humanos. Incluso puede insensibilizarnos ante la miseria humana"?
¿Cómo superar esta dualidad abrumadora? ¿Es ello posible? ¿Dónde puede abrevar Europa para atenuar, al menos, la desesperanza?
Sin duda, mediante un ejercicio ininterrumpido de memoria autocrítica. Pero además, y complementariamente, según Steiner, mediante la incorporación de aquellas enseñanzas de los Estados Unidos cuya validez política y moral no ha sido vulnerada por la crisis financiera que tan justificadamente afectó su reputación mundial: "El fantástico éxito del modelo norteamericano, de su federalismo, que cubre enormes distancias y climas diferentes, pide ser imitado. Nunca más debe sucumbir Europa a guerras intestinas".
Dos rostros de Europa, dos rostros de los Estados Unidos. Occidente, representado elocuentemente por la figura de Jano. Dualismo desgarrador y unidad irreductible de fuerzas antagónicas. Contigüidad entre barbarie y cultura ya señalada por Walter Benjamin y que impone la necesidad de volver a interrogarnos sobre la estructura de la subjetividad humana. Pero ya no sólo éticamente, sino también psicopatológicamente.
Julio Cortázar tenía razón: debemos vivir combatiéndonos. El conflicto entre Eros y Tánatos no puede tener fin en el hombre sin que ese desenlace lo aniquile. Se trata de una lucha que sólo abre perspectivas a la vida moral en la medida misma en que no cesa.
La presunta erradicación definitiva del mal es tan ilusoria como el afincamiento inamovible del bien. Dejarse arrastrar por una u otra ilusión totalizadora implica estar dispuesto a matar y morir por ideales signados por la intolerancia y el odio hacia todo lo que desmienta la pretendida universalidad de nuestras creencias.
El espíritu democrático, en cambio, se nutre en la convicción de un perfeccionamiento constante y, por eso mismo, siempre insuficiente. Convertida en oportunidad de crecimiento, esa insuficiencia abre el camino a la interdependencia solidaria, más atenta a los riesgos que conlleva el siniestro monopolio de la verdad.
El desafío fundamental es, pues, el de una constante vigilia crítica, el apego a la ley que exige hacer del otro alguien que no puede ser desoído sin que, a la vez, nos desoigamos a nosotros mismos. Se trata, en suma, de impedir que la vocación de convivencia termine siendo, en el hombre, un anhelo extirpado.
La infatigable e inspirada labor creadora a la que George Steiner ha consagrado su vida prueba que en él la palabra combativa, lúcida y apasionada ha podido más que el silencio del desaliento, y que, aun a los ochenta años, no está dispuesto a abandonar la lucha.
Es cierto: la cultura no puede ni podrá jamás derrotar a la barbarie de una vez por todas. Pero ello no debe inducirnos a bajar los brazos y obrar como si la barbarie pudiera derrotar a la cultura definitivamente.
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