sábado, marzo 17, 2007

Si, tiene sentido...

Para la persona lúcida y sensible, que no quiere permanecer ajena al dolor del mundo, tratar de hacer algo para mitigar ese dolor ajeno (que se vuelve propio) puede resultar sumamente desalentador. A veces ayudar nos enfrenta con la impiedad del sistema, con personas que ponen obstáculos a la buena obra, con la sensación de que es tan grande el problema, y tanto crece en este mundo lo que se dedica a dañar, que parece no tener sentido hacer nada de nada...

Sin embargo, así como la sumatoria de insconsciencias genera contaminación, muerte, orfandad, corrupción... la sumatoria de actitudes conscientes es quizás el único recurso con que la Humanidad cuenta para sortear este tiempo tan difícil. En esa tarea, es muy importante no perder de vista que cada pequeño gesto no sólo tiene sentido, sino que es necesario. ¿Quién lo hará, sino uno mismo?

Les compartimos un relato para que les acompañe en ese empeño cotidiano. La esencia de esta historia nos llegó sin autor. Y nos gustó tanto que aunque hace algunos años la hemos compartido, aquí va nuevamente. Haremos nuestra propia adaptación, mas si alguien conoce la fuente original, agradeceremos nos lo avise.

La imagen es la de un crepúsculo en la playa. Él, un muchacho joven, de dieciséis, o tal vez de menos, caminando hacia el oeste. Las olas golpeteaban la orilla desde lejos, con la marea baja, como si expresaran el ritmo de la respiración del mar.

De pronto, él vio a lo lejos una extraña silueta humana en arduo movimiento. Apuró el paso, imprimiendo su huella en la arena. A medida que se acercaba, vio que la silueta era femenina. Y desde más cerca aún, advirtió que la mujer era madura: tal vez ya sabría todo lo que a él tanto le asustaba aprender. Sin embargo, esa misma inseguridad solía volverlo algo arrogante, como impostando la falsa condición de “estar de vuelta”, de saberlo todo...

A medida que avanzaba distinguió que los frenéticos movimientos de la mujer consistían en arrojar estrellas de mar de regreso a las aguas: la marea baja había dejado un sinnúmero de ellas varadas en la arena, imponiéndoles el fatal destino de morir fuera de su elemento vital. Ella las recogía una por una y, como con urgencia, iba devolviéndolas al mar.

Él sintió como un sabor extraño dentro de sí, entre el sarcasmo y el desconcierto. Se paró a pocos metros de ella, y, sin saludarla siquiera, le inquirió:

- ¿Qué es lo que hace?

Ella, sin detenerse ni un instante, le respondió lo obvio:

- Las devuelvo al mar para que vivan.

Entonces él dejó salir en el tono de su voz ese sarcasmo inmaduro, paralelo a su desconcierto:

- Pero... son cientos... miles...!! Lo que usted hace no tiene sentido!

La mujer apenas lo miró de soslayo, sin perder ni un segundo. Tomó una estrella de mar y se la mostró, con su palma abierta, diciéndole:

- Para ésta... para ésta SÍ tiene sentido.

Y, prosiguiendo su solitaria tarea, la arrojó con premura al mar.

Todos dejamos una huella al pasar por este mundo. Y esa huella puede ser parte de las que mancillan esta Tierra, o bien una huella que ha buscado ser para el bien común, en cualquier orden que sea.

No hay comentarios.: