Un hombre tenía una rosa; era una rosa que le había brotado del corazón. ¡Imagínese usted si la vería como un tesoro, si la cuidaría con afecto, si sería para él adorable y valiosa la tierna y querida flor! ¡Prodigios de Dios! La rosa era también como un pájaro; garlaba dulcemente, y en veces, su perfume era tan inefable y conmovedor, como si fuese la emanación mágica y dulce de una estrella que tuviera aroma.
Un día, el ángel Azrael pasó por la casa del hombre feliz, y fijó sus pupilas en la flor. La pobrecita tembló, y comenzó a palidecer y estar triste, porque el ángel Azrael es el pálido e implacable mensajero de la muerte. La flor desfalleciente, ya casi sin aliento y sin vida, llenó de angustia al que en ella miraba su dicha. El hombre se volvió hacia el buen Dios y le dijo:
—Señor ¿para qué me quieres quitar la flor que me diste?
Y brilló en sus ojos una lágrima.
Conmovióse el bondadoso Padre, por virtud de la lágrima paternal, y dijo estas palabras:
—Azrael, deja vivir esa rosa. Toma, si quieres, cualquiera de las de mi jardín azul.
La rosa recobró el encanto de la vida. Y ese día, un astrónomo vio desde su observatorio que se apagaba una estrella en el cielo.
Rubén Darío, Cuentos completos.
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