miércoles, octubre 03, 2007

El tunel del ferrocarril


Aquel túnel que había sido del ferrocarril y que llevaba ya varios años de clausura, siempre había tenido para los niños (y no tan niños) de San Jorge un aura de misterio, alucinación y embrujo, que ninguna explicación de los mayores era capaz de convertir en realidad monda y lironda. Siempre aparecía alguno que había visto salir del túnel un caballo blanco y sin jinete, o, en algún empujón de viento, una sábana pálida y sin arrugas que planeaba un rato como un techo móvil y se desmoronaba luego sobre los pastizales.

En ambas bocas de la tenebrosa galería, unos sólidos cercos de hierros y maderas casi podridas impedían el acceso de curiosos y hasta de eventuales fantasmas.

Pasó el tiempo y aquellos niños fantasiosos se fueron convirtiendo en padres razonables que a su vez engendraron hijos fantasiosos. Un día llegó el rumor de que las líneas del ferrocarril serían restauradas y la gente empezó a mirar el túnel como a un familiar recuperable. Seis meses después del primer rumor fueron retirados los cercos de hierro y madera, pero todavía nadie apareció para revisar los rieles y ponerlos a punto.

¿Recuerdan ustedes a Marquitos, el hijo de don Marcos, y a Lucas junior, el hijo de don Lucas? El túnel había sido para ambos un trajinado tema de conversación y especulaciones, y aunque ahora ya habían pasado la veintena, continuaban (medio en serio, medio en broma) enganchados a la mística del túnel.

- ¿Viste que aún ahora, que está abierto, nadie se ha atrevido a meterse en ese gran hueco?

- Yo voy a atreverme –anunció Marquitos, con un gesto mas heroico del que había proyectado. A partir de ese momento, se sintió esclavo de su propio anuncio.

Menos intrépido, Lucas junior lo acompañó hasta el comienzo (e el final, vaya uno a saber cuál era la correcta viceversa) del insinuante bosque. Marquitos se despidió con una sonrisa preocupada.

A los quince o veinte metros de haber iniciado su marcha, se vio obligado a encender su potente linterna. Entre los rieles y la maleza invasora se deslizaban las ratas, algunas de las cuales se detenían un instante a examinarlo y luego seguían su ruta.

Por fin apareció una figura humana, que parecía venir a su encuentro con un farol a querosén.

- Hola –dijo Marquitos.

- Mi nombre es Servando –dijo el del farol. – Dicen que soy un delincuente y por eso escapo. Me acusan de haber castigado a una anciana cuando en realidad fue la vieja la que me pegó. Y con un palo. Mirá como me dejó este brazo.

El tipo no esperó ni reclamó respuesta y siguió caminando. Dentro de un rato, pensó Marquitos, le dará la sorpresa a Lucas junior.

El siguiente encuentro fue con una mujer abrigada con un poncho marrón.

- Soy Marisa. Mucho gusto. Mi marido, o mejor dicho mi macho, se fue con una amante y mis dos hijos. Sé que lo hizo para que yo me suicide. Pero está muy equivocado. Yo seguiré hasta el final. ¿Usted querría suicidarse? ¿O no?

- No, señora. Yo también soy de los que sigo.

Ella lo saludó con un ¡hurra! Un poco artificial y alejó cantando.

Durante un largo trayecto, como no aparecía nadie, Marquitos se limitó a seguir la línea de los rieles.

Luego llegó el perro con ojos fulgurantes, que más bien parecían de gato. Pasó a su lado, muerto de miedo, sin ladrar ni mover la cola. El amo era sin duda el personaje que lo seguía, a unos veinte metros.

- No tenga miedo del perro. Esta compacta oscuridad lo acobarda. A la luz del día sí es temible. Su nómina de mordidos llega a quince, entre ellos un niño de tres años.

- ¿Y por qué no lo pone a buen seguro?

- Lo preciso como defensa. En dos ocasiones me salvó la vida.

El recién llegado miró detenidamente a Marquitos y luego se atrevió a preguntar:

- Usted, ¿vive en el túnel?

- No. Por ahora, no.

- A usted que anda sin perro, muy campante, sólo le digo: tenga cuidado.

- ¿Ladrones?

- También ladrones.

- ¿Ratas?

- También ratas.

No dijo nada más, y sin siquiera despedirse, se alejó. El perro había retrocedido como para rescatarlo. Y lo rescató.

Marquitos permaneció un buen rato, quieto y silencioso. La muchacha casi tropezó con él. Su gritito acabó en suspiro.

- ¿Qué hace aquí? –Preguntó ella, no bien salida del primer asombro.

- Estoy nomás. ¿Y usted?

- Me metí aquí para pensar, pero no puedo. Las goteras y las ratas me distraen. Tengo miedo de quedarme dormida. Prefiero esta duermevela.

- ¿Y por qué no retrocede?

- Sería darme por vencida.

- ¿Quiere que la acompañe?

- No.

- ¿Necesita algo?

- Nada.

- Me sentiré culpable si la dejo aquí, sola, y sigo caminando.

- No se preocupe. A los solos vocacionales, como usted y yo, nunca nos pasa nada.

- ¿Puedo darle un beso de adiós?

- No, no puede.

Caminó casi una hora más sin encontrar a nadie. Se sentía agotado. Le dolían todas las bisagras y el pescuezo. También las articulaciones, como si fuera artrítico.

Cuando llegó al final, había empezado a lloviznar. Se refugió bajo un cobertizo, medio destartalado. De pronto una moto se detuvo allí y cierto conocido rostro veterano asomó por debajo de un impermeable.

Era Fernández, claro, viejo amigo de su padre. El de la moto le hizo una seña con el brazo y le gritó:

- ¡Don Marcos! ¿Qué hacés ahí, tan solitario?

- Eh, Fernández. No confunda. No soy don Marcos, soy Marquitos.

- No te hagas el infante, che. Nunca vi un Marquitos con tantas canas. ¿O te olvidás que fuimos compañeros de aula y de parranda?

- No soy don Marcos. Soy Marquitos.

- En todo caso, Marquitos con Alzheimer.

- Por favor Fernández, no se burle. Acabo de salir del túnel. Lo recorrí de cabo a rabo.

- Ese túnel vuelve locos a todos. Deberían clausurarlo para siempre.

- No soy don Marcos. Soy Marquitos. Justamente voy ahora en busca de mi viejo.

- Sos incorregible. Desde chico fuiste un payaso. Tomá, te dejo mi paraguas.

La moto arrancó y pronto se perdió tras la loma. Mientras tanto, en el cobertizo, sólo se oía una voz repetida, cada vez más cavernosa:

- ¡Soy Marquitos! ¡Soy Marquitos!

Por fin, cuando emergió del túnel un caballo blanco, sin jinete, y se paró de manos frente al cobertizo, Marquitos se llamó a silencio y no tuvo más remedio que mirarse las manos. A esa altura, le fue imposible negarlo: eran manos de viejo.



Cuento extraído de “Insomnio y duermevelas”, libro de poemas de Mario Benedetti.

No hay comentarios.: