Amo a mi Goldo. No lo digo mal, no te equivoques. Son cosillas de amor entre nosotros, tú entiendes, la erre nos sobra, la trastocamos a gusto y disgusto de otros, jugamos con ella. Lenguaje íntimo de enamorados antiguos.
Él de vez en cuando me dice –mi goldaaaaaa– pero no le sale bien, como que se avergüenza de la palabra. Es tan bueno (como el pan con mantequilla, calentito) que teme herirme. Su cabeza medio calva con rizos que le besan la nuca, no comprende que ya no estoy para esos remilgos. Si la grasa abunda y los dedos se hunden en la carne, pues a gozar con sus vaivenes, sus ondulaciones. No se da cuenta que alucino cuando me monto sobre él a horcajadas, y tiendo la mitad de mi cuerpo sobre su barriga de sol hambrienta de caricias. Cuando estoy ahí, muy quieta, lo rodeo con mis brazos, lo pellizco, le doy mordiscos –jajaja, se le enrojece la piel — le retuerzo las tetillas y siento cómo su sexo se conmueve y alerta rozando mi pubis.
Vamos, vamos tranquila amiga, no voy a narrarte cómo nos hacemos el amor y valga la aclaración, hacemos el amor, no el sexo. Ya pasamos hace tiempo la etapa de jipis y de la chingadera por el mero disfrute. Nos amamos sin límite. Cómo quinceañeros curiosos, ansiosos. Nos rebuscamos los escondrijos, nos medimos cada nueva línea en el cuerpo, la vemos alargarse, según nos pasan los días. Contamos nuestros mutuos lunares, uno, dos, tres, cuatro, cinco… –éste de hoy… no me gusta cómo se ve, mi Goldo,– le digo.
–No te preocupes, es la edad, hasta los lunares envejecen,– murmura sin mirarme. Entonces yo, destapo el tubo de antibiótico, pongo un poco en la yema de mi dedo índice y le unto amor, así, en giros suaves, concéntricos. –Veremos qué aspecto tiene mañana, mi Goldo–. Él asienta mientras sigue bebiéndome con su mirada.
Pero algo está cambiando. Hace unas semanas mi Goldo dejó de mirarme a los ojos. Se le escapan hacia un horizonte que no es el mío y aquí quedo yo apagada, mustia, –como me dice no tú, que me tratas poco, sino, otra amiga, una de verdad–. Si lo vieras… ahora se mira y se alisa las arrugas, sume la panza y busca sus años idos atrapados en el espejo. Yo observo. Joder. Duele, duele, duele. Me pregunto –¿hasta cuándo?–. Te digo que he comenzado a llenar una página de mi diario con rayitas, –una, dos, tres, cuatro– una diagonal cerrando el cinco, como los presos. Sonrío, pienso en su felicidad. Si es feliz yo lo soy. ¡Mentira! ¡Mentira! No seré feliz sin él. ¡Qué burla! Amargo sonsonete cabalístico para enfrentar la verdad. Para cuadrar el alma llena de penas. Para salir airosa ante todos, ante él, ante ti.
Amo a mi Goldo, pero mi Goldo se va…, ya ves, no todo es color de rosa y magnífico que no lo sea porque detesto ese color. Tantos años de amor se están yendo por la cloaca.
–¿Qué por qué te cuento esto?–, me preguntas.
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